Una vida en un ático no tiene grandes historias, su vida monótona era causada por ese ambiente de soledad y ruido. Gastaba las horas del día en comer, ver desde ese lugar omnipotente la ciudad que nunca llegó a conocer y, sobre todo, en dormir: era el único momento en el cual todo tenía sentido. Soñaba con conocer una montaña, correr libre, lamerse el pelaje delante de los rayos del sol mientras le rascaban los bigotes.
Si los días eran largos, las noches eran un castigo mayor. A veces se preguntaba si estaba pagando los pecados de su madre, esa que nunca conoció. Y es que nunca conoció a nadie. A pesar de que el silencio ensordecía sus ganas de seguir allí, era el único momento en el cual podía cazar. Las pobres palomas sin memoria siempre llegaban a descansar encima del único objeto visible en ese pequeño espacio, una mesita pequeña que servía de cama y escudo para el pobre felino.
Él sabía que su vida en algún momento debía cambiar, esperaba paciente el momento de encontrar esas respuestas a la melancolía, su única amiga. Una noche empezaría a darle la razón, y la lluvia sería testigo.
Dejar todo lo que alguna vez tuvo (así fuera poco) y correr sin mirar atrás era su objetivo. Pero, ¿cómo hacerlo? Estaba atrapado, saltar era inútil, no tenía salida. Esa noche, como todas las anteriores, intentaba llegar a la montaña sin miedo alguno debajo de la pequeña mesa. El olor de la lluvia junto al cemento no lo dejaba, estaba incómodo. Ninguno de sus pelos había sido tocado por una gota en su vida, era algo natural para él. Las noches de lluvia eran una pesadilla, no solo por el olor detestable en su agudo olfato sino también ese peligro latente de ser alcanzado por esas partículas movedizas.
Esa noche cambió todo cuando entre tanto mirar logró ver a lo lejos una silueta. Sus ojos saltaron de emoción, su piel se erizó de inmediato ¡Sabía que todo iba a cambiar! De repente cayó en cuenta y sus ánimos ya no serían tan exorbitantes, aún caía agua y por ningún motivo se expondría a semejante obstáculo. Buscaba posiciones dentro del pequeño espacio en el cual estaba a salvo para ver de nuevo algo, fuera lo que fuera, era la primera vez que sentía a alguien fuera de sus sueños cerca. La volvió a encontrar, en el mismo lugar. Era raro, debía ser nueva para no notar su presencia antes. Sus miradas se encontraron, su corazón empezó a latir más rápido sin saber por qué. La lluvia no cesaba y se desesperaba al no poder verla más de cerca, sus miradas no se movían, maulló y no recibió respuesta.
Dejó de llover casi en la madrugada, se había ido. Nunca había estado tanto tiempo sin dormir, pero valió la pena, una sonrisa brotó por primera vez, corría en ese pequeño espacio sin importarle con qué se tropezara. ¿Por qué? No lo sabe, solo pensaba y miraba de reojo para volverla a encontrar.
Las noches llegaron sin ella, la tristeza se apoderó de él, esperaba impaciente volver a cruzar miradas y ver su cola moverse fervientemente. La lluvia llegó con la noche, habían pasado dos días del suceso. Se escondió esperanzado que quizás la lluvia podría traerla, y fue así. No sabía si alegrarse o llorar, parecía que la lluvia era la única forma de verla, y lo único que los separaba.
Esperaba paciente, algo le decía que ella vendría donde él, ella daría el paso más importante, pero nunca sucedió. Aún así no la perdió de vista, sonreía y ella lo hacía de igual forma. La vida le había cambiado, no tanto en la rutina diaria, sino en el orden de pensamientos y prioridades. Cada noche la esperaba, primero a la lluvia y luego a ella. Para fortuna de él, empezarían días de invierno y su conexión iría creciendo cada noche. Muchas veces quiso arriesgarse a ir donde ella, pero el miedo le ganaba la pulsada. Temía morir y no volver a ver esos grandes ojos cafés una vez más.
Pasaron semanas y seguía igual, la esperanza de estar cerca a ella cada noche y el desasosiego del día al no verla. Cuando no llovía no tenía sentido la noche, supo que todo había cambiado y ahora debía maniobrar si quería estar con ella. Se decidió a salir cuando llegara la lluvia y de una vez estar con ella. Soñaba con acurrucarse, lamerle las orejas, inventarse un nombre y preguntar el de ella.
Esa noche llegó, llovía más de lo normal y ella seguía ahí. Temblaba del miedo, sabía que podía morir, no le importaba eso, le dolía el quizás no verla de nuevo. Salió de la mesita, sintió un escalofrío que lo hizo devolver. Se empezó a sentir mal, era imposible estar con ella, luego la miró y esa sonrisa le hizo cambiar de opinión. Salió sin escrúpulos, corrió hasta darse cuenta que no había vía y que debía saltar. Era una misión imposible, pero era ahora o nunca, la volvió a mirar y saltó. Sus cuatro patas retumbaron al llegar al otro lado, no lo creía, tanto tiempo encerrado y la salida no era tan difícil.
Ella le había cambiado la forma de ver el mundo, su propia vida y el entorno. Aterrizó mentalmente y fue en busca de ella, pero amaneció. Había desaparecido, se le había escapado y ahora tendría que esperar.
Pasaron los días y no volvió, quizás la había asustado, aunque no había llovido. Volvió a llover y tampoco estaba, tenía la fe de que vendría. Pasaron días y aún la olía. Siguió esperando, no se iría de ahí hasta que ella regresara.