Entre la
contaminada, acelerada y ruidosa esfera que contiene Medellín,
ciudad de la eterna primavera, en en el centro de la ciudad
encontramos un espacio que se distancia de estos tres adjetivos y aún
así, es el lugar menos deseado por los miles de transeúntes que
diariamente bordean el sector para llegar a sus respectivos trabajos.
En sus
alrededores se respira vida: flores, girasoles y rosas muy diversas.
Estas, esperan ser adquiridas por caras amargas y en ocasiones, por
ojos hinchados de dolor. Lo doloroso es el medio y el fin al que
llegarán estas plantas, que saturan colores y olores, pero que su
destinatario no tendrá la posibilidad de apreciar.
Para
llegar allí solo debemos ubicarnos entre la estación Hospital y
Universidad del Metro de Medellín. Sonará paradójico que un lugar
donde se encuentra la perplejidad de la muerte esté ubicada en medio
de sinónimos de educación y vida. Por encima del cementerio de San
Pedro circulan a diario miles de estudiantes con deseos y sueños que
algún día acabarán en un espacio reducido y rodeado de miles de
desconocidos.
Al
entrar por esa ancha entrada, luego de superar los vendedores de
flores que intentan a todo pulmón convencer y aprovechar la
situación emocional del visitante, encarnaremos un espacio con
silencios llenos de respeto y dolor en todos sus rincones. Al
consumar todo prejuicio y empezar el recorrido encontraremos tumbas
tan antiguas como la misma ciudad. En sus bordes están los nombres
de esas personas que vivieron en una ciudad menos atareada, más
conservadora y con un espacio territorial mucho más reducido.
Las
familias con mayor poder adquisitivo se llevan todas las miradas
gracias a sus vistosas, aglomeradas y exuberantes lechos de muerte.
Un final irónico, a fin de cuentas podrá ser más costoso un pedazo
de tierra que otro pero ya ahí no importa: todos comparten la misma
suerte. El sitio respira recuerdos, parece una esfera que es
observada por una mirada panóptica de su iglesia, tan blanca como la
espada dibujada cerca a los restos del gran Pedro Justo Berrío.
En sus
bordes se sitúan lo que queda de miles de antioqueños que no
tuvieron el mismo poder económico -o quizás fue solo deseo- que los
ubicados alrededor en el centro del cementerio, forzados por grandes
columnas parecidas a las de la Antigua Roma y que se diferencian de
manera estética a las ubicadas en todo su frente, pero a fin de
cuentas ¿para qué hacerlo?
Llegan
cientos de personas con un dolor visible en sus rostros, con un
sentimiento que atraganta las palabras y con miles de recuerdos que
ya saben diferente. Se postran de rodillas y le hablan a una pared
mientras colocan esas flores, ahora no con tanta vida, entre
cualquier hueco que se abra en el pequeño espacio que le corresponde
a cada inquilino.
Las
tumbas más grandes, que contienen familias enteras, son acompañadas
por santos y figuras católicas para avivar y darle un poco de
concepto a lo que se “vive” allí: desde el cuerpo moribundo de
Jesús hasta la virgen postrada orando. Todo aquello contextualiza y
le da cierto color, así sea gris, a un espacio donde la muerte es el
actor principal. Su vegetación intermitente y dispersa le da una
mirada más humana y menos terrorífica en todo el sector; sus
caminos denotan la antigüedad que contiene el lugar pero que de
igual forma lo caracteriza y le da ese toque único.
Los
recuerdos inundan cada esquina del cementerio, y además museo, de
San Pedro. Son miles las historias que se podrían escuchar cada día
entre sus atormentados visitantes, son cargas que posiblemente nunca
se superen y estar ahí es una manera de lidiar con la realidad. Los
visitantes saben que en un futuro ellos serán los visitados y que
sus lágrimas las derramará otro; el correr de la vida es así. Así
su arquitectura sea agradable lo ideal para cualquier antioqueño
sería no visitar este lugar nunca, pero tarde o temprano -sea allí
o en otro- todos correremos la misma suerte.
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