¡Runnin' through hell, heaven can wait!

martes, 15 de mayo de 2012

Visitando recuerdos




Entre la contaminada, acelerada y ruidosa esfera que contiene Medellín, ciudad de la eterna primavera, en en el centro de la ciudad encontramos un espacio que se distancia de estos tres adjetivos y aún así, es el lugar menos deseado por los miles de transeúntes que diariamente bordean el sector para llegar a sus respectivos trabajos.

En sus alrededores se respira vida: flores, girasoles y rosas muy diversas. Estas, esperan ser adquiridas por caras amargas y en ocasiones, por ojos hinchados de dolor. Lo doloroso es el medio y el fin al que llegarán estas plantas, que saturan colores y olores, pero que su destinatario no tendrá la posibilidad de apreciar.

Para llegar allí solo debemos ubicarnos entre la estación Hospital y Universidad del Metro de Medellín. Sonará paradójico que un lugar donde se encuentra la perplejidad de la muerte esté ubicada en medio de sinónimos de educación y vida. Por encima del cementerio de San Pedro circulan a diario miles de estudiantes con deseos y sueños que algún día acabarán en un espacio reducido y rodeado de miles de desconocidos.

Al entrar por esa ancha entrada, luego de superar los vendedores de flores que intentan a todo pulmón convencer y aprovechar la situación emocional del visitante, encarnaremos un espacio con silencios llenos de respeto y dolor en todos sus rincones. Al consumar todo prejuicio y empezar el recorrido encontraremos tumbas tan antiguas como la misma ciudad. En sus bordes están los nombres de esas personas que vivieron en una ciudad menos atareada, más conservadora y con un espacio territorial mucho más reducido.

Las familias con mayor poder adquisitivo se llevan todas las miradas gracias a sus vistosas, aglomeradas y exuberantes lechos de muerte. Un final irónico, a fin de cuentas podrá ser más costoso un pedazo de tierra que otro pero ya ahí no importa: todos comparten la misma suerte. El sitio respira recuerdos, parece una esfera que es observada por una mirada panóptica de su iglesia, tan blanca como la espada dibujada cerca a los restos del gran Pedro Justo Berrío.

En sus bordes se sitúan lo que queda de miles de antioqueños que no tuvieron el mismo poder económico -o quizás fue solo deseo- que los ubicados alrededor en el centro del cementerio, forzados por grandes columnas parecidas a las de la Antigua Roma y que se diferencian de manera estética a las ubicadas en todo su frente, pero a fin de cuentas ¿para qué hacerlo?




Llegan cientos de personas con un dolor visible en sus rostros, con un sentimiento que atraganta las palabras y con miles de recuerdos que ya saben diferente. Se postran de rodillas y le hablan a una pared mientras colocan esas flores, ahora no con tanta vida, entre cualquier hueco que se abra en el pequeño espacio que le corresponde a cada inquilino.

Las tumbas más grandes, que contienen familias enteras, son acompañadas por santos y figuras católicas para avivar y darle un poco de concepto a lo que se “vive” allí: desde el cuerpo moribundo de Jesús hasta la virgen postrada orando. Todo aquello contextualiza y le da cierto color, así sea gris, a un espacio donde la muerte es el actor principal. Su vegetación intermitente y dispersa le da una mirada más humana y menos terrorífica en todo el sector; sus caminos denotan la antigüedad que contiene el lugar pero que de igual forma lo caracteriza y le da ese toque único.

Los recuerdos inundan cada esquina del cementerio, y además museo, de San Pedro. Son miles las historias que se podrían escuchar cada día entre sus atormentados visitantes, son cargas que posiblemente nunca se superen y estar ahí es una manera de lidiar con la realidad. Los visitantes saben que en un futuro ellos serán los visitados y que sus lágrimas las derramará otro; el correr de la vida es así. Así su arquitectura sea agradable lo ideal para cualquier antioqueño sería no visitar este lugar nunca, pero tarde o temprano -sea allí o en otro- todos correremos la misma suerte.


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