¡Runnin' through hell, heaven can wait!

lunes, 19 de marzo de 2012

El día que envenenaron Chiquinquirá

Apenas amanecía en Chiquinquirá, era sábado y las miradas estaban puestas en los jóvenes que recibirían su diploma de graduación. Las panaderías abrían, los devotos campesinos le rezaban a la virgen y empezaba una jornada laboral para cualquier otro habitante del pueblo. Pero algo pasaría esa mañana, no sería igual que las otras, todo empezó un poco antes de las ocho cuando el primer estudiante se desplomó.
Se pudo pensar en un posible problema del colegiado, pero el hospital empezó a llenarse cada vez más. Las camillas del hospital no alcanzaban para los moribundos enfermos; se pensó en lo peor. Empezó el rumor de que el agua estaba envenenada y todos en el pueblo empezaron a abstenerse de su consumo. Lo peculiar era el poder que causaba en los niños, los mayores afectados. Las familias se buscaban entre sí para no perder a alguno de sus seres queridos. Todo era caos.
La mañana avanzaba junto a los cientos de de perjudicados que copaban el hospital del pueblo. Poco después, se dio el anuncio de que no era el agua la que estaba envenenada, era el pan. La noticia se expandió de manera rápida, hasta llegar a la propia panadería del pueblo donde el dueño de ella no podía creer lo que estaba sucediendo. Uno de los panaderos moriría horas más tarde al consumir variada cantidad de pan mientras estaba en su preparación.
La noticia cogió poder a nivel nacional y los principales medios se empezaron a notar en el pueblo. También llegaron médicos e investigadores a esclarecer los hechos. “El pan había sido contaminado con Folidol” fueron las palabras contundentes de algunos médicos.
En el transporte del Folidol desde Bogotá se regó una botella encima de uno de los costales de harina que serían ingredientes inamovibles en la panadería. Ya con una conclusión clara lo que seguía era proteger a los afectados. Ya eran decenas de niños muertos, incluso pertenecientes a una misma familia. El sepelio contó 65 víctimas y cientos de enfermos que lograron sobrevivir. El pueblo ahora ha cambiado, la panadería dejó de existir y cientos de personas que vivieron el problema salieron del pueblo en busca de un olvido colectivo y nuevas oportunidades. La tragedia conmovió al país, esa mañana no fue igual en el pueblo y todavía, cuarenta años después, en sus mentes transita ese trágico día.

El día que fuimos campeones del mundo

Viernes 6:30 de la mañana, cruzaba la gigante entrada entre bostezos y deseos de volver a la cama. Solo una cosa me podía animar ese día; bueno, dos. Jugábamos la final del prestigioso torneo intercolegiado de fútbol, con tan solo 14 años habíamos llegado a la final del certamen. Nos esperaba noveno grado, dos años mayores y más fuertes, no teníamos nada que perder. Esa mañana empaqué todo el uniforme necesario para la batalla, esa semana había sido interminable y contábamos las horas para jugar. Ese 9 de junio de 2006 estaba marcado en el calendario como la fecha más importante del año, no solo para los 11 que jugaríamos, sino para todo el salón, los profesores y todo el bachillerato. Llegué al colegio, me senté, hablé con mis compañeros un poco de lo que sería el partido y entró la profesora de matemáticas con un taller infinito. Faltaban 3 horas para el partido y en nuestras mentes no pasaba nada que no estuviera relacionado con esa final.

Ese 9 de junio tenía otro sentido especial: empezaba el mundial de fútbol en Alemania y el anfitrión empezaría jugando contra Costa Rica. Todos supimos gracias a los alumnos de once grado que entraron vendiendo resultados para la “polla mundialista”, sólo valía 2.000 pesos, el problema era ya la falta de resultados ante tanto apostador, escogí el 4-2 para Alemania. Parecía locura pero no me quería quedar por fuera de la fiebre del fútbol que nos llenaba ese día.

Se acababa la interminable clase de matemáticas y seguía Educación Física, cada vez faltaba menos para jugar. Le rogamos al profesor ver la inauguración del torneo más importante del mundo y parte de lo que alcanzáramos a ver, hasta que nos llamaran para jugar. El tiempo pasó volando, 2-1 ganaba Alemania en el minuto 25 del primer tiempo, faltaban 3 goles y podía ganar algo de la apuesta; justo ahí sonó el timbre. Era tiempo, se sintió la tensión y el silencio al escuchar la campana, nadie dijo nada, sólo empezamos de a poco a llenar los vestidores.

Nos cambiamos y hablábamos de tácticas antes de salir, estábamos listos. Se sentía el ambiente de final, bajamos a la cancha y eso que tanto imaginábamos estaba delante de nuestros ojos, una cancha perfecta y cientos de alumnos, profesores y curiosos rodeaban el terreno de juego. Al fondo un grupo con camisa verde alentaba a los rivales mediante gritos y pancartas. Nuestras amigas no se quedaron atrás y se hicieron detrás del arco a apoyarnos. Nos sentíamos más grandes que esos jugadores alemanes al otro lado del mundo. Un amigo trajo un balón y calentábamos mientras llegaba el árbitro. Nadie decía nada, se sentían los nervios, nunca habíamos estado delante de tanta gente, hasta el rector estaba presente teniendo en sus manos la tan anhelada copa. No ganaríamos dinero ni privilegios, éramos pequeños y ser reconocidos entre todo el colegio nos bastaba. Se jugaba más que una copa, era la felicidad encarnada en un objeto de plástico.

Empezaba el partido, las emociones nos jugaban una mala pasada y empezábamos mal. No teníamos el balón y la desesperación no se hacía esperar. A pesar de estar 100 por ciento concentrados en el partido, alguien gritó el tercer gol de Alemania, un gol de cada equipo y ganaría, aunque eso no me importaba en ese momento. Tan mal jugábamos que la lógica no se hizo esperar, un centro de esquina y perdíamos 1-0 al final del primer tiempo. Lo celebraron como si hubieran ganado la Copa Libertadores, todos festejaban, buscábamos a quién culpar entre tanto desespero. Siguió el partido y por poco nos encajan el segundo. El árbitro pitó el tan anhelado final, necesitábamos cambiar. No jugábamos bien, tomé la vocería y me desahogué con frases de ánimo para todos, estábamos a 30 minutos de ganar la famosa copa tan esquiva para tantos alumnos, era nuestro momento de gloria.

Empezamos a jugar más fluido, éramos nosotros, los nervios se habían ido. El partido se tornó emocionante, de ida y vuelta. Estábamos cerca de empatar y ellos de sentenciar, no nos quedaba otra. El planeta del fútbol se confabuló al mismo tiempo, Costa Rica había descontado, estaba a un gol de Alemania de ganarme una parte del acumulado y un centro me dejó solo con ese arquero gigante y alcancé a rematar al palo más lejano. El balón entró y el grito universal de gol ensordeció la cancha. Mis amigos se me tiraron encima, la emoción era indescriptible: ¡habíamos empatado cuando faltaban 12 minutos para el final!

Fue un golpe anímico importantísimo para nosotros. Empezamos a jugar como nunca, la tensión estaba creciendo, queríamos ganar. El arquero de ellos era demasiado bueno como para irnos a penaltis. Ese momento glorioso llegó, no participé pero lo vi todo... Ese delantero flaco que teníamos se regateó entre 2 rivales y remató, el arquero atajó pero dejando el balón servido al compañero que solo tuvo que tocarla para empezar a gritar campeones. No lo creíamos, ¡faltaban 5 minutos y ganábamos!, esos 5 minutos parecieron 5 años, pero el árbitro pitó y todo fue emoción. Nos revolcamos y gritábamos de emoción, ya no éramos 11 saltando, sino los 30 del salón ante la mirada satisfactoria de todo el colegio.

Éramos campeones, por encima de 4 grados superiores en edad. La copa la recibimos y dimos la vuelta olímpica, no faltaron las lágrimas en algunos compañeros: habíamos hecho historia. Entre nosotros había más emoción que la de ganar un Mundial. Por cierto, Alemania había marcado y ganado 4-2, me di cuenta en el momento en que fueron a entregarme los 50.000 mil pesos cuando estaba celebrando todavía. Los recibí entre la alegría, sabiendo que eso era poco a lo que había conseguido 15 minutos antes, cuando habíamos sido "campeones del mundo".